FILOSOFÍA DE LA ESPIRITUALIDAD
Resumen: El artículo presenta la posibilidad y la necesidad de un nuevo giro filosófico, que extienda su mirada hacia la dimensión espiritual de la vida humana. Con ello no se refiere a nada esotérico ni al alcance de unos pocos, sino a la vida interior de la conciencia que es posible ejercitar y desarrollar, y que desde hace siglos ha permanecido relegada filosóficamente, debido a los prejuicios del racionalismo moderno. Sin embargo, la dimensión espiritual constituye la fuente y el origen de las intuiciones básicas que han dado lugar a todo un sistema de ideas filosófico, religioso, estético, político o utópico. Constituye la base de la creatividad en cualquier ámbito de la experiencia humana. Pero esta nueva comprensión de la espiritualidad humana es posible, a condición de que no se confunda espiritualidad y religiosidad, ni la filosofía quede reducida únicamente a su alumbramiento moderno, mental-racional.
Palabras clave: Espiritualidad, Práctica filosófica, giro filosófico, vida interior, creatividad.
Abstract: This article presents the possibility and the need for a new philosophical turn, which extends its gaze towards the spiritual dimension of human life. This does not refer to anything esoteric or within the reach of a few, but to the inner life of consciousness that is possible to exercise and develop, and within centuries has remained philosophically relegated, due to the prejudices of modern rationalism. However, the spiritual dimension constitutes the source and origin of the basic intuitions that have given rise to a whole system of philosophical, religious, aesthetic, political or utopian ideas. It constitutes the basis of creativity in any area of human experience. But this new understanding of human spirituality is possible, provided that spirituality and religiosity are not confused, nor is philosophy reduced only to its modern, mental-rational appearance.
Key words: Spirituality, philosophical practice, philosophical turn, inner life, creativity.
1. Hablemos de vida espiritual, y hablaremos de la vida interior. Vida de la conciencia. Y si hablamos de vida de la conciencia, nos referimos a una actitud determinada, una perspectiva propia, una mirada irrepetible. Conciencia es perspectiva consciente. Pero también, nos referimos a un particular y concreto nivel de desarrollo de la conciencia. Conciencia es la actualización singular aquí y ahora de un potencial de vida. Puede estar más actualizado o puede estar menos actualizado. Así se muestra. Así se expresa. De manera que este desarrollo puede acompañarse de un trabajo interior. Un trabajo espiritual que ejercite ese potencial de conciencia siempre presente en nosotros y lo vaya desplegando más y más. Pierre Hadot se refiere a un conjunto de ejercicios espirituales practicados en la antigüedad, recogiendo la tradición de la áskesis greco-romana. Nosotros hablaremos sencillamente de ejercicios filosóficos para aprender a vivir mejor toda nuestra profundidad de ser. Ese vacío fértil. Ese silencio creador y vivo.
2. No estamos hablando de nada extraño, inaudito, nada alejado, más allá de lo que hay. Nada iluminado. Irracional, en el sentido de que vaya contra la razón, absurdo para el entendimiento. Nada contra la razón, en todo caso contra el racionalismo, que es una creencia. Pero también -si se quiere- contra el vitalismo, que es otra creencia. Solamente las ideas y las creencias pueden ser irracionales, ir contra una lógica particular en una situación determinada. Nunca son irracionales las potencias, las capacidades, las cualidades, que únicamente son. Hablando de la racionalidad: ésta forma parte de la mente, pero la mente no es lo único que hay. Está el cuerpo, está la mente con sus razonamientos, comparaciones, asociaciones, sus clasificaciones, pero también, a través de la mente, la vida del espíritu. Estamos hablando de algo que puede ser entendido, discernido, algo consciente y dador de sentido. La conciencia de sí mismo. Pues la dimensión espiritual del ser humano uno mismo la vive. Las emociones se sienten en el cuerpo, pero los sentimientos los somos. Un sentir que no cambia tanto, que no difiere tanto, que nos identifica más acá de las evoluciones y variaciones de la conciencia mental. La vida del espíritu puede experimentarse y compartirse. Es nuestra parte más intersubjetiva. Eso común y universal de nosotros, que a veces encontramos, se nutre de nuestra parte espiritual, y es capaz de conectarse de individuo a individuo, con todo el cosmos. También, aunque parezca muy complicado, usando las palabras. Indicando así al menos una dirección. Esa parte tan desconocida y repudiada -en nuestra cultura moderna- de nosotros mismos, que siempre está presente, operando. ¿Cómo, si no, podríamos comunicarnos entre nosotros cualquier relatividad, cualquier duda? ¿Cómo lo sabríamos, que algo es dudoso o que es relativo? ¿No estamos apelando continuamente a algo común y universal en nosotros mismos? Las paradojas y las aporías moran en el nivel de la mente. Sólo necesitamos situarnos en nuestro centro; centrarnos para ver. De ahí han surgido las más valiosas y creativas aportaciones filosóficas; no ha sido del nivel mental, que es subsidiario y herramienta para la manifestación existencial de lo que realmente somos.
3. La espiritualidad humana soporta desde hace tiempo un prejuicio filosófico, una desconfianza filosófica. Pero, a la vez, la filosofía y sus filósofos se han ocupado de la espiritualidad. No ha sido nunca obviada, si acaso formalmente obliterada. Porque se ha buscado “de otro modo”, diferente a como ha sido “encontrada” por parte de cada filosofía en su propia época. Y ésta es una faceta fundamental del problema filosófico con respecto a la espiritualidad: que se ha buscado, como se busca la verdad, el bien y la belleza, desconociendo que ya está en nosotros, que basta salir a su encuentro. Dejar que se exprese. Apartar lo que sobra, las capas superpuestas, lo que obstaculiza y oculta, para que resplandezcan -sin tener que ser tratarlos de una manera discursiva- la verdad, el bien, la belleza. El ser. Los entes abiertos del ser ocultan el ser (Heidegger), si se toman de un modo excluyente, reductivo. Pues bien, empezando por los grandes filósofos conocidos, lo que éstos han rechazado -por regla general- ha sido una forma cultural e histórica de plasmar la espiritualidad de este mundo. Y, a continuación, han buscado su propia expresión de la espiritualidad, la que han considerado más “auténtica”. La auténtica experiencia filosófica que abriría un mundo nuevo, una comprensión naciente. Y a esto le han dado diversos nombres, a través de categorías diversas. Sin llamar a esta intuición originaria, casi nunca, “espiritual”. Consideremos la siguiente hipótesis de trabajo: quizás a la espiritualidad no se la pueda expresar conceptualmente del todo, de una manera solamente racional, sino más bien sentirla, experimentarla; la razón -filosófica, en el sentido tradicional/moderno- vendría luego a organizar, articular, analizar, desglosar, clasificar, dar nombre e idea a una experiencia originaria de rango espiritual. Este suceso es algo humano, demasiado humano. El hombre religioso accede, o más bien, irrumpe en él una visión acerca del mundo existente, y acerca de sí mismo como individuo más allá del individuo; acto seguido esto se “carga” religiosamente, se va dejando acompañar de la experiencia de otros que comienzan a seguir un credo -no, muchas veces, la experiencia misma, sino las creencias sobre ella-, un credo que se institucionaliza y se cierra sobre sí, a toda otra posibilidad, a todos otros credos y perspectivas. Aparecen los rituales y los mitos, y aparece una religión organizada con el pasar del tiempo, cada vez más olvidada de su propio origen. Igualmente -aunque no sea lo mismo- el filósofo obtiene una intuición que expresa filosóficamente, con sus propias herramientas conceptuales y lógicas, que más tarde se institucionaliza -dicha expresión pre- filosófica- dentro de la comunidad de filósofos, dando lugar a una escuela, a una corriente de pensamiento; esto proporciona verdades que se excluyen y se oponen entre sí, propiciando que afloren unas determinadas verdades dominantes, imposibilitando así la emergencia de otras verdades. Ya hemos dicho que cada apertura del ser oculta el ser. Lo espiritual forja esa intuición, esa visión o revelación originaria que hace posible todo lo demás, según sea el contexto de aparición, filosófico o no filosófico.
4. Es posible que, de este modo, pueda hablarse sin provocar excesivo rechazo de “experiencias filosóficas de origen espiritual”. Nos referimos a esas intuiciones, fruto de la conexión con el ser, con el todo como unidad, con el mundo, como quiera llamarse lo que hay. Esta conexión se efectúa a través del fondo que somos, nuestro centro, nuestra fuente, de la que irradia la periferia de ideas, acciones, emociones, decisiones, demandas, metas o valores que reconocemos como nuestras o de nuestro tiempo. Entonces, el modo de conectar con el ser -ya lo hemos dicho- consiste en despojarnos de lo que no somos, nuestro personaje y sus automatismos, sus condicionamientos, las capas superpuestas personal, histórica y culturalmente. Es aquello que recoge tan acertadamente el término griego alétheia para referirse a la verdad: lo no oculto, lo que ha sido des-cubierto. La contemplación directa de lo verdadero y real, que necesita un previo desbroce de lo que no es. Esta es la función de la duda, la finalidad de la investigación filosófica. Un sistema filosófico no es más que el despliegue de esta verdad intuitivamente descubierta. ¿Supone esto introducir lo irracional en lo racional? No es así, en absoluto. La fuente de las razones no es racional, pero tampoco es “irracional”. Esta es una valoración mental efectuada desde la razón, que es una función mental entre otras. Los axiomas o postulados, que son la base para un razonamiento, no son demostrables pero permiten realizar demostraciones. Dado A, se llega a B. Es la dianoia platónica o pensamiento discursivo. Más allá -a través de la práctica dialéctica- la mente puede acceder a una “ciencia” que no se basa en supuestos: la noesis o inteligencia. “Razonar es un puro combinar visiones irrazonables”, nos recuerda Ortega y Gasset. Pero, aparte del razonamiento, está la visión, la observación, el discernimiento mediante atención consciente. Aquí y ahora, momento a momento. Presencia presente. Esta capacidad de la mente ya nos empieza a conectar con nuestro fondo no mental, no racional, no irracional. Espiritual.
5. La dimensión espiritual, generalmente, en nuestra tradición filosófica moderna y occidental, aparece al final de un proceso de investigación que puede proplongarse toda una vida. Es llegada o punto final. Pero, ¿y si hubiera estado siempre presente, como punto de partida? Veamos algunos casos emblemáticos de la historia del pensamiento occidental. Sin pretensiones de exhaustividad. Lo que proponemos -para mirarlo- no cae bajo la sospecha nietzscheana de la metafísica tradicional, que habría puesto con frecuencia lo último, lo más tenue y abstracto, una construcción racional, como lo primero, como lo único y más real. Para el agudo olfato de Nietzsche -y para nosotros- esto resulta artificioso y falso, lo más irreal. Sin embargo, trataremos de mostrar que todo el desarrollo mental hasta alcanzar los conceptos últimos, que son puestos como lo primero de la realidad -artificiosa, violentamente-, habría estado impulsado desde el principio por una intuición espiritual inicial, que ha abierto sentido. Así, cuando me percibo como un ser finito y limitado, pero que es capaz de sentir y pensar algo superior -algo no finito ni limitado-, la única salida parece ser que dicha perfección no puede venir de mí mismo, sino que eso es “lo que todos llaman Dios”. De lo contrario, el razonamiento estaría abocado a una contradicción lógica, que vulnera el principio de causalidad: la causa ha de ser igual o más real que el efecto, pero no menos, ya que esto sería un absurdo. Lo declaraba Descartes junto con otros racionalistas. El acceso a lo superior -mi yo superior, espiritual- es divino; gracias a Dios ha sido puesto en mí por él. Éste sería el precio a pagar por el pensamiento libre y creador en una época determinada, en la que se buscaba fuera lo que se haya dentro. Una época de crisis, en la que el ser humano se siente especialmente desconectado de su centro existencial. Por cierto, no muy distinta a la nuestra que, precisamente, ha sido inaugurada por aquella. Era necesario marcar una diferencia ontológica: si finito e infinito son dos conceptos que la mente vive como opuestos, deben corresponder a realidades separadas. Una piedra en el pensamiento des-integrador que nos divide: tensión dentro, depresión o violencia fuera. Es el desarraigado y ofuscado hombre moderno, que ya no confía en sí mismo ni en el mundo, y ha de sostenerse gracias a la tecnología, la disección y el cálculo.
6. Es sabido que los antiguos griegos no hablaron jamás de Dios, sino de “lo divino” (tó theion). Esto ha podido ser considerado más tarde una falta de evolución conceptual, que les impedía referirse a un ser particular, incluso personal, pero superior, Dios. Y no es así. Retirar del mundo y de los seres que lo pueblan su carácter divino para atribuirlo a Dios, significó despojar al mundo de su dimensión espiritual. Todo está animado, todo tiene alma, sobre todo aquello que vive, que se nutre y se reproduce por sí mismo, que siente, que quiere y piensa. Todo lo físico y a partir de lo físico, metafísico. Tan sólo necesita actualizarse, todas sus cualidades esenciales, todo su potencial. Y cuanto más desarrollo de su identidad, más realidad. Es sagrada la planta que por sí misma, sin nada exterior que intervenga, salvo por accidente, llega a ser lo que tiene que ser, realiza su propia naturaleza (physis). Es sagrado el animal que actúa y se mueve para realizarse como ser único; por eso actúa, persigue alcanzar su fin propio, su identidad. Es sagrado el ser que es consciente de sí y quiere ser feliz, realizándose a sí mismo, su propio bien, porque está en su naturaleza el poder alcanzarlo de una manera propia. Se entiende que estamos sacando a la palestra a Aristóteles, pero no sólo a él. Toda la visión antigua occidental -y la oriental- transitaba por este camino. El sendero de la sabiduría: ser y no sólo conocer, y, aún menos, tener o poseer. Dice Aristóteles en su Metafísica (libro XII) que el ser superior se mantiene en su ser, es acto puro, que no necesita actuar ni cambiar, que de un modo estable e integrado ha realizado plenamente todo su poder. Es decir, que todo ser que sea capaz -en la medida en que es capaz- de atender a su propio ser, fuera de sus condicionamientos espacio-temporales, mientras está ahí en dicha disposición libre, atento a sí mismo, es divino en este sentido originario. Una “inteligencia que se piensa a sí misma” (noésis noeséos), un acto contemplativo, una autoconciencia, para quien la felicidad y “el goce es su acción misma”; nada más allá, como medio para otra cosa. Un fin en sí mismo. Una identidad para la que no hay distancia “entre la inteligencia y lo inteligible”, donde todos los problemas y las paradojas del conocimiento quedan relativizados, mirados desde una perspectiva más alta. Pues bien, el despliegue de estas capacidades o potencialidades constituye la más plena y elevada realización de la vida humana. La vida del espíritu que está presente en nosotros “desde el principio”; si no, cómo podríamos llegar “al final” a desarrollarla. Desde Aristóteles, incluso, entendemos mejor aquello que su maestro Platón quería transmitirnos a través del concepto de reminiscencia, y que tan profundamente le impregnó.
7. Cuando Inmanuel Kant pretendía salvaguardar la dignidad humana, ¿qué quería proteger? ¿De qué deseaba salvarla? Su intuición principal indicaba que los seres humanos poseen un valor intrínseco, que han de ser tratados como un fin en sí mismos, y no únicamente un medio para otra cosa. Señalaba algo nouménico, también en nosotros, más allá de los fenómenos analizables “científicamente” que pueden captarse a través de los sentidos. Aplicando luego nuestros esquemas mentales de conocimiento, se logra construir un juicio sobre el mundo. El espacio y el tiempo son necesarios para captar o percibir el mundo, pero están en nosotros, no están fuera de nosotros, en las cosas. Son a priori. Las categorías que nos permiten entender el funcionamiento de este mundo, que haya causas y efectos, que las cosas sean sólo posibles o sean necesarias, que sean unas veces y otras veces parezca que son, que sean muchas o sean pocas, etc., no están en el mundo. Surgen de mi manera humana de relacionarme con el mundo. Pero, ¿cuál es su fuente? Algo incondicionado, responde Kant. Algo no objetivable, que realiza la objetividad del conocimiento. Esta dimensión no es reducible por la “ciencia”, que necesita contenido mensurable y esquemas de interpretación para entender los fenómenos; esta dimensión no puede conocerse como se conocen una piedra o las moléculas de una sustancia química, pero sí puede sentirse y actuar conforme a ello. Esta dimensión constituye todos los valores que otorgan sentido a nuestras elecciones y a nuestros juicios, morales, estéticos... Sentimos, “sabemos” de un modo intersubjetivo que algo no está bien, o no es tan bello, como podría llegar a ser. No obstante, acude a nosotros una pregunta de raigambre platónica: ¿Cómo “sabemos” en nuestro interior, cómo lo podemos sentir? Y es lícito establecer una hipótesis metafísica (Platón: conocer es actualizar) o una hipótesis práctica (Kant): aunque no pueda demostrarse, para que mi acción y mi decisión sean mías, he de actuar como si fuera libre. O simplemente, admitir que somos algo más que la mente y sus creencias, sus esquemas de pensamiento. Y situarnos en ese lugar de donde vienen nuestras certezas de que algo es o no es, vale o no vale. Nosotros mismos. Nuestra identidad. Únicamente se requiere escucharnos con atención. Kant tuvo que atenderse a sí mismo en algún momento y por ello necesitó distinguir niveles. Fenómeno y noúmeno. Ser y deber ser. Para que lo más importante no fuera maltratado, no quedara enajenado.
8. Kant despertó de su “sueño dogmático” tras la lectura de la obra de David Hume. Comprendió que conocer este mundo en que vivimos necesita de la experiencia sensible para no caer en ficciones racionales que sitúen a la mente fuera de la realidad; pero, a la vez, comprendió que la experiencia sensible no es capaz, por sí misma, de garantizar un conocimiento fiable, universal y necesario, que se cumpla siempre y para siempre, como él aspiraba. La consecuencia era la caída humeana en un escepticismo... teórico. Pues en nada afectaba esta crítica escéptica del conocimiento posible, a través de la experiencia sensorial, a las convicciones morales, a la racionalidad práctica. Si bien es cierto que Hume nunca calificaría de “racionales” a las decisiones y juicios morales. Esto es cosa de Kant, como hemos señalado antes. Kant necesitaba más. Necesitaba que la acción moral pudiera ser justificada racionalmente, aunque fuera de una manera puramente formal, sin contenido empírico, pero que aún así orientase a la persona en su vida y pudiera dar razón de ella. Sin embargo, a pesar del subjetivismo -visto desde la óptica kantiana-, Hume no deja de apelar a una instancia interior, en la que sucede la intuición o sentimiento de agrado o desagrado, identificados moralmente -culturalmente- como bien o mal. Una sensibilidad que se halla en todo ser humano y que le impide mostrarse indiferente ante el daño y la injusticia, propios o ajenos. Ciertos actos nos producen repugnancia y están mal, y otros nos producen aprobación y están bien. Este sentimiento nos viene “de fábrica” a todos los seres humanos. De acuerdo, no permite elaborar una teoría muy desarrollada racionalmente, muy “científica”, como querría Kant, de nuestras acciones pero no dejan de constatarse certezas nuestras. El hecho sentido -una seguridad- que surge con claridad desde el fondo de nosotros frente a un objeto, frente a una acción nuestra o de los demás: “Mientras dirijas tu atención al objeto, el vicio no aparecerá por ninguna parte. No lo encontrarás nunca hasta que dirijas tu atención hacia tu propio corazón y encuentres un sentimiento de reprobación, que brota en ti mismo, respecto de tal acción. He aquí un hecho, pero un hecho que es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en ti mismo, no en el objeto”. Entonces, ¿por qué no llamar “espiritual” a esa fuente profunda de la que emana nuestra inteligencia o capacidad de entender, nuestro querer, nuestra motivación y nuestras ganas, así como nuestra emotividad, nuestra sensibilidad y la sensación profunda de paz y felicidad? Sin duda, se trata de un lenguaje muy cargado de “mal significado”. Pero esto no ha impedido filosofar sobre ello y situarlo en la base de una manera de pensar y de vivir, por muy empirista que uno sea.
9. La actitud espiritual en Nietzsche es tan obvia que nos produce algo de rubor repasarla aquí, pero resulta necesario para aquellos que lo tengan por un pensador nihilista poco condescendiente con los grandes ideales de la humanidad. Y es así: con los ideales tenidos por grandes ideales, cuando en realidad son tan pequeños que debilitan el poder de vivir nuestra propia vida por nosotros mismos; nihilista activo sí, y no en un sentido pasivo, cuando los seres humanos viven para soportar las cargas de los modelos impuestos desde fuera, sin ser capaces de darse a sí mismos unos valores arraigados en la tierra, en lo que somos, nuestro origen. A poco que uno lea sus textos con apertura, desde él mismo, y sienta el suelo desde el que habla, capta la calidad espiritual de sus reflexiones críticas referidas a la cultura occidental. Nietzsche propone un criterio de verdad, un criterio moral, un criterio estético..., que es uno y el mismo: valioso será aquello que favorezca la vida y contribuya a su desarrollo, expansión, al despliegue de su poder, de su voluntad de poder. Voluntad de ser. Un querer que se quiere a sí mismo, y a través de sí mismo quiere y acepta lo que hay tal como lo hay, con todo lo que conlleva de dolor y de placer. Una actitud trágica más allá del optimismo y el pesimismo culturales. Más allá del bien y del mal tradicionales, fundados en un dios alienado. Ni siquiera “dios” está contento en un mundo en que nadie es como es, ni puede realizarse como es. Ni su función puede ser panóptica para mejor “vigilar y castigar” (Michel Foucault), ni la nuestra reprimir nuestras fuerzas interiores, nuestra energía. Por eso Nietzsche amaba a los dioses paganos y odiaba al “monotonoteismo” judeocristiano. La pluralidad, el cambio, la actividad. Amar lo que es, aceptar lo que somos. Estar dispuestos a vivir afirmativamente, diciendo sí al ser, siendo conscientes de que todo esto en que vivimos es un juego cósmico, que podría haber sido de otra manera y que puede jugarse de infinidad de modos. Vivir auténticamente, que diría Heidegger. En todo ello -y podríamos seguir- se aprecia una determinada actitud. (La virtud consistiría la realización adecuada de la misma). Pero una actitud es una forma básica de enfrentar la vida, nuestra vida, una perspectiva desde la que vivir, un modo de vivir, un espíritu, una conciencia, una inspiración interior fundamental, desde la que se vive lo exterior. La actitud o conciencia es la forma básica, más sutil, que engendra luego otras formas más densas, más materiales de vivir. Basta descubrir el espíritu que anima todo un modo de vida, una cultura, un individuo, para saber mucho de ellos sabiendo poco. De hecho, según Nietzsche, el espíritu atraviesa tres metamorfosis, representadas en las figuras del camello, el león y el niño o el artista que juegan. El desarrollo espiritual de occidente ha dejado bastante que desear... De ahí que Nietzsche aspire a un “hombre nuevo” que no viva de acuerdo a esperanzas vanas, propias de ese “hombre anterior” que ha de ser superado, pues su mente ya sólo inventa ilusiones -en realidad, “momias conceptuales”, alejadas de la vida-, que acaba creyéndose que son realidades.
10. Seguimos adelante. Consumando el dicho aristotélico del justo medio, Ortega y Gasset huye de extremismos. Ni realismo ni idealismo, ni racionalismo ni vitalismo. Ni dogmatismo ni relativismo. La vida es perspectiva (Nietzsche resuena, como en toda la contemporaneidad). No obstante, han sido muchos los críticos que han visto, en esta respuesta conciliadora a las contradicciones de la cultura occidental moderna, a sus excesos racionales y a sus reacciones irracionales, una recaída en la trampa del relativismo. Si todo depende del punto de vista -influía bastante la teoría de la relatividad de Albert Einstein, nada relativista, a decir del propio Ortega y Gasset-, entonces, “todo vale” igual. A partir de ahí -así quedaba patente en la antigua disputa entre los Sofistas y Sócrates-, ya no es posible el conocimiento, ni el entendimiento, ni la comunicación entre seres humanos, ni entre éstos y el mundo. La verdad y la objetividad, el bien y el mal, son puestos en cuarentena. Todo es posible, ya no hay razón que dé razón. Privilegiada. Ortega no lo ve así. Su intuición, fruto del diálogo con toda la tradición filosófica occidental, su respuesta a los desmanes culturales del racionalismo y sus consiguientes formas relativistas de preservarse, le lleva a querer reincorporar la vida en el centro del universo. Pero la vida, que siempre es individual, es siempre perspectiva: “La realidad cósmica es tal que sólo puede ser vista bajo una determinada perspectiva. La perspectiva es uno de los componentes de la realidad”. No puede ser contemplada de otro modo. No puede ser vivida de otro modo. “Cada vida es un punto de vista sobre el universo”. Buena parte de su filosofía es un desarrollo de esta intuición primera. También le da de sí para escapar del relativismo y del racionalismo primitivos. Primitivistas. Y alumbrar una sugerente conclusión espiritualista. Ya hemos dicho -y estamos viendo- que nuestra dimensión espiritual está siempre presente: está en el foco de luz que inaugura nuestro conocer y nuestro actuar -nuestro estilo de vivir- y está en la proyección de la imagen. Las imágenes del mundo. Los mundos posibles, venidos de tal inspiración. “La verdad integral sólo se obtiene articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo, y así sucesivamente”. Es el sublime y antiguo “oficio de Dios”. “Dios no es racionalista. Su punto de vista es el de cada uno de nosotros: nuestra verdad parcial es también verdad en Dios”. Frente a Malebranche, quien creía firmemente que los hombres ven las cosas a través de Dios, dice Ortega y Gasset que más bien le parece lo contrario: “que Dios ve las cosas a través de los hombres, que los hombres son los órganos visuales de la divinidad”. Esta visión de “dios” ya no es propia de una religiosidad de índole cultural, sino de la espiritualidad humana. No que seamos dioses -perverso y catastrófico efecto racionalista, egocentrado-, sino que dios somos nosotros, nuestra misma dimensión espiritual. Eso que nosotros podemos intuir -porque lo sentimos, porque lo somos- y extender a nuestras visiones del mundo; eso que las personas más espiritualizadas -quienes han practicado y desarrollado en una mayor medida su vida interior- han experimentado, y nos muestran que lo han experimentado con su manera de vivir realizada. Habrían realizado su identidad. Nuestra identidad profunda.
11. Pero, de eso -dicen- no puede hablarse. Solamente mostrarse. Pues se trata de experiencias que hay que experimentarlas. Únicamente entiende el que ha vivido algo de eso, activamente, o bien, como demanda. Si es muy fuerte su demanda interior, tanto que la hace suya. Ludwing Wittgenstein sabía. “De lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. Lo cual significó, para toda la pléyade de positivistas lógicos, que aquello que no se puede expresar a través de un lenguaje proposicional, no existe o no tiene valor. Toda una contradicción en los términos, pues te estás “refiriendo” a “algo” que dices que no puedes expresar. Lo que no significa que no exista o no posea ningún valor en sí mismo. Ya se sabe que los epígonos son, a menudo, más exagerados que el maestro y suelen perder su raíz. Wittgenstein, sin embargo, recalca que el libro que importa es el que no ha escrito y permanece detrás, o más allá, del que escribió: su Tractatus logico-philosophicus. “Mis proposiciones son esclarecedoras de este modo; que quien me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre que el que comprenda haya salido a través de ellas fuera de ellas. (Debe, pues, por así decirlo, tirar la escalera después de haber subido). Debe superar estas proposiciones; entonces tiene la justa visión del mundo”. Para aquel que, a través de su experiencia no reducible a proposiciones lógico-empíricas, accede a alguna faceta de “lo místico”, tales afirmaciones tan lógicas, tan deductivas, que constan en su libro, “carecen de sentido”, el otro sentido. El más importante, “la justa visión del mundo”. Su trabajo primero habría consistido, pues, en desbrozar, en delimitar lo que se puede decir científicamente, filosóficamente. A partir de ahí, comenzaría el verdadero problema de la vida, que no es un problema científico o filosófico. (Filosofía entendida, claro, de aquel modo restringido, mental-racional). “La solución del problema de la vida está en la desaparición de este problema. (¿No es ésta la razón de que los hombres que han llegado a ver claro el sentido de la vida después de mucho dudar, no sepan decir en qué consiste este sentido?)”. Pero, aunque no pueda decirse de este modo lógico-deductivo- tautológico, puede vivirse y mostrarse lo vivido, decirse de otras maneras. Hay otros lenguajes. Otros “juegos de lenguaje”, que diría el “segundo Wittgenstein”. La condición necesaria para una comprensión mutua es la resonancia en el receptor de lo dicho o mostrado. Alguna experiencia propia, alguna sensación, alguna vivencia interior que le permitiera ir más allá de las palabras huecas o literales. Entiende el que ya sabe. Wittgenstein ya sabía, intuía, y a partir de ahí realizó su tarea filosófica delimitadora. Para clarificar, para no mezclar las cosas y sus conceptos. Una tarea filosófica encomiable, pero no menos que la que quedaba por hacer, como él mismo reconocía. La buena noticia es que aquello que puede ser dicho de otra manera está al alcance de todos -más que la propia lógica deductiva- y puede desarrollarse. Pues lo sabemos -lo sentimos- cuando contemplamos una obra de arte o una puesta de sol o el canto de un pájaro, cuando nos miramos de frente a los ojos, cuando soy capaz de ver más allá de las circunstancias y, por un gesto de la mente, me elevo a una perspectiva más amplia, más universal, y puedo apreciar el fondo y no sólo las formas, lo común más allá de lo particular, la unidad en la pluralidad, cuando siento la energía de la vida dentro de mí, cuando todo se ordena por sí mismo y siento que yo no hago las cosas sino que son hechas, cuando yo te entiendo y tú me entiendes, nos ponemos de acuerdo y somos capaces de hacer las cosas juntos.
12. Sin embargo, continúa flotando con fuerza en el ambiente una pregunta típica, desde la óptica moderna y contemporánea: ¿Qué tendrán que ver la filosofía y la espiritualidad? Si la filosofía ya ha pasado su ilustración, si se ha vuelto cada vez más sensata y racional, más “científica” o, al menos, ha sido capaz de caminar de la mano de la ciencia actual, entonces, lo espiritual no puede ser sino una impostura, una incrustación del pasado, un lastre que aleja a la filosofía de la realidad. Una involución peligrosa. Esotérica. Mágica. Mística y hasta religiosa. Huera autoayuda y moda de los tiempos, no filosofía seria, académica y apta para los especialistas. Incluso, una comprensión práctica y vital de la misma -entendida como una práctica filosófica- no hace más que contribuir a una especie de suicidio de la “verdadera filosofía”, algo a lo que no puede estar abocada -de ninguna manera- en cuanto disciplina autónoma universitaria. No obstante, el que la reflexión filosófica se ocupe de la espiritualidad -acercándose, reconociéndose en ella- es lo más natural del mundo. En la naturaleza de la filosofía está su capacidad de filosofar acerca de cualquier territorio de la vasta experiencia humana. Y esto incluye a la experiencia humana de la espiritualidad. Claro que sí. Implica no dejar a la conciencia espiritual de este mundo en el cajón oscuro y esotérico de lo místico, inefable o inalcanzable. A la filosofía le interesa todo. Siempre le ha interesado el todo, con cada una de sus partes. Y ciertamente, el maridaje filosofía-espiritualidad nos trae frutos muy jugosos para ambas partes, que no son dos -como hemos dicho-, cuando la filosofía escucha al ser, cuando la filosofía bebe del ser. Pueden nutrirse mutuamente. Veamos. Por un lado, “lo espiritual” puede volverse más filosófico, si va acompañado de una actitud más crítica y autocrítica, más reflexiva, abierta y dialógica. Y de otro lado, los contenidos y los métodos filosóficos hacerse más “espirituales”, a condición de abrirse aún a lo que no es dado, pero está siempre presente, a lo incondicionado, aquello que está operando en el fondo de lo que hacemos, decimos, sentimos, decidimos. Experiencias de realidad, aunque no traigan colgado el marchamo de “científicas” en el sentido habitual-moderno y restrictivo, pero sí experimentales, si ampliamos la noción de experiencia y miramos lo común y universal en nosotros, si atendemos a toda la espléndida vida interior que bulle dentro de nosotros mismos como sujeto. La atención a esta esfera de lo espiritual podría hacer evolucionar la propia noción e investigación filosóficas. Un giro espiritual de la filosofía de estos tiempos. Por su parte, la espiritualidad, acogida filosóficamente, acompañada de los métodos filosóficos, podría llegar a ser más consciente de sí misma, y más crítica, pues también están la pseudo-espiritualidad, sus peligros y autoengaños. Realmente, si con frecuencia la filosofía moderna y contemporánea se ha desligado, si ha huido despavorida de la dimensión espiritual humana hasta parecerse cada vez más a una ciencia “moderna”, ha sido para sentirse más aceptada culturalmente y para protegerse de no ser tachada de pre-ciencia, para sentirse integrada formando parte del mundo de la objetividad y la eficiencia técnica. Ese mito actual... Aunque sea como un referente, pues la filosofía nunca ha sido, ni puede serlo, una ciencia en el sentido moderno. De lo contrario, dejaría de ser filosófica.
13. Pero lo mismo que hablamos de un nuevo giro filosófico, también será conveniente hablar de una nueva espiritualidad. Aunque, en realidad, más que de novedades, deberíamos hablar de vuelta a su origen, cuando ambas no eran extrañas entre sí, la filosofía y la espiritualidad. Para esta comprensión recuperada, ni la espiritualidad debe confundirse con la religiosidad, ni tampoco la filosofía solamente emparentarse con su comprensión moderna, en la que estaría vedada la consideración de lo espiritual. Sencillamente, religiosidad no equivale a espiritualidad. De hecho, pueden excluirse mutuamente y ser falso uno de los dos polos y no el otro. Un ejemplo simple: puede haber -y de hecho hay- personas religiosas muy poco desarrolladas espiritualmente, integradas todas sus facetas humanas, que hayan cultivado suficientemente su vida interior, que se conozcan a sí mismas, que hayan “limpiado” en lo posible su parte de la mente subconsciente y que no se les cuelen prejuicios en sus relaciones con los demás; y puede haber -y de hecho hay- personas desarrolladas espiritualmente, transparentes a sí mismas y a los demás, que saben quitarse de en medio, su propio ego y “sus personajes” a la hora de juzgar, que se conocen, que son capaces de ser más justos, más altruistas, que tratan a los demás como fines en sí y no medios, pero que son, de hecho, personas muy poco religiosas. En su vida no siguen una doctrina, unos rituales, unos dogmas, unas reglas institucionalizadas, no obedecen a una estructura de poder político-religiosa. La experiencia espiritual está en la base de las religiones, pero no se confunde con las religiones.En la práctica, éstas pueden apartarse bastante de una determinada experiencia espiritual originaria, que habría abierto el espacio a dichas religiones, con sus seguidores, sus instituciones... Esta experiencia básica permitiría, además, el entendimiento entre las religiones, así como el diálogo filosófico. Tanto lo religioso como lo filosófico pueden corresponderse con una intuición originaria (espiritual) sobre el mundo o sobre uno mismo, pero que -como hemos venido diciendo-, expresada luego de un modo religioso, daría ocasión para el surgimiento de una religión; y expresada, sin embargo, filosóficamente, nos abocaría a todo un sistema filosófico. Esto no es teología larvada. Es lo que está ocurriendo constantemente en la historia de los seres humanos. Miremos una esfera más cercana: ocurre siempre que soy creativo. Y esto se adquiere cuando soy capaz de centrarme, de estar en mí, aquí y ahora, y no atado a mis miedos, preocupaciones, las presiones de fuera sentidas interiormente, etc. Cuando voy desarrollando mi conciencia interior. Además, es algo -insistimos- al alcance de todo el mundo. En muchas ocasiones ya estamos así, conectados con nosotros mismos, y en otras muchas no, claro. Y cuando lo estamos, somos eficaces, creativos, vemos las cosas claras, somos más conscientes, más libres, quedamos disponibles... Solamente hay que saber que esto puede ejercitarse. Se trata de un trabajo pre-religioso, pre-filosófico. Observemos con atención cualquier filosofía reconocida históricamente: se basa en unas pocas intuiciones -o en una sola intuición originaria- y sobre ella se monta toda una red de conceptos, gracias a la reflexión y el análisis filosófico ulterior. Desarrollando nuestra vida interior no somos menos sino más filosóficos, y practicamos mejor la filosofía. La deducción no es nada sin los principios: Dianóia necesita de Noésis, la razón de la inteligencia (poder entender, discernir, ver).
14. Y respecto a la consideración de lo espiritual en la tradición filosófica moderna, hemos anunciado que no se trata estrictamente de una nueva espiritualidad, sino de recuperar la comprensión antigua de la misma, no incompatible sino hermanada a la actitud filosófica, algo que es tan necesario hoy día: aquella dimensión originaria del ser humano, de donde le vienen sus intuiciones básicas, su creatividad, que luego puede expresarse religiosa, estética, moralmente, inteligentemente, amorosamente... y también filosóficamente. Quizás la mejor manera, como hemos dicho ya, de hacer de la espiritualidad una actitud abierta, más crítica y más consciente. A pesar del relato habitual de la historia de la filosofía, el pensamiento no renunció a la espiritualidad durante el paso del mito al lógos, sino que la reconoció. Pero pretendió hacerla más filosófica, abierta, consciente, menos arbitraria, menos subjetivista o hermética. Podemos mirar a cualquiera de los pensadores clásicos. En realidad, puede decirse que la filosofía es la forma más intersubjetiva y comunicable de la espiritualidad humana. Esto fue lo que supuso lógos, ese lenguaje racional que derivó, con el correr de los siglos, en pura razón excluyente y calculadora. La fuerza cósmica, ananké, ese “azar necesario” que todo lo rige, ahora podía ser estudiada, investigada, darse razón de ella, dialogar sobre ella, comunicarse entre las distintas escuelas filosóficas; no era ya algo arbitrario, inescrutable, esotérico, mistérico, iniciático, sino algo expresable y comunicable a través de la “palabra razonable” (lógos, una capacidad que va mucho más allá de la pura lógica deductiva y racionalizadora...). No rechazaron los primeros filósofos -ni tampoco los auténticos filósofos, fieles a este “espíritu”- los mitos, sino que filosofaron con ellos. Así se dice que filosofaron con/contra el mito, para investigar de otro modo (filosófico) lo que ya buscaban los mitos. Entender y entendernos. Así fueron los mitos, y siguen siendo, una fuente inagotable de sentido humano. La filosofía -el filosofar, la “filosofía practicada”- nació en Grecia como una de las maneras humanas más eficaces de expresar el ser y desarrollar lo que ya somos, llamémoslo dimensión profunda o espiritual del ser humano. Aquello de donde emerge todo lo que expresamos, nuestro fondo o centro espiritual (para distinguirlo de lo corporal y mental). Este ha sido el esfuerzo filosófico desde Tales de Mileto. Sin embargo, el problema que nos aparece en el ámbito filosófico -desde hace algunos siglos- consiste en que la filosofía tradicional ha establecido su casa no mucho más allá de lo mental. La apertura filosófica del mundo es una apertura de nuestra propia espiritualidad, junto a la apertura estética, moral, religiosa, etc., una manera de comunicar y trabajar nuestra conexión con el ser, cuando llegamos a ser conscientes de ella. Resumiéndolo en una rápida secuencia: conexión con nuestro fondo de ser, consciencia sentida de ese fondo (intuición), expresión desde nuestra creatividad a través de la actividad diaria, el arte, nuestras decisiones (moralidad), religiosamente... y filosóficamente. Ahora bien, este modo filosófico de expresión de nuestro fondo espiritual -no exclusivamente-, puede aportar además una serie de sabrosos frutos, provenientes de lo que llamamos la actitud filosófica. Una búsqueda de saber, racional, reflexiva, crítica y dialógica.
15. Además de este nuevo y viejo valor de la espiritualidad, podemos anotar su necesidad actual. Necesitamos desarrollar, hoy en día, nuestra dimensión espiritual. Pongamos por caso el intento de mejorar el mundo en que vivimos: únicamente, quizás con un predominio de personas más desarrolladas espiritualmente (interiormente), más maduras personalmente -así también lo serán ética y políticamente-, más creativas, que no actúen de una manera condicionada, automáticamente, puede transformarse el mundo para que sea un lugar un poco mejor para vivirse. ¿Podremos cambiar el mundo si nosotros mismos no cambiamos? Se antoja harto difícil. Echemos un vistazo a la política de estos tiempos y al proceder de nuestros políticos profesionales (situados, la mayoría de ellos, en los niveles de desarrollo moral 1 y 2 de Kohlberg). Y si todavía alguno recela de esta esencia espiritual en nosotros, podríamos proponerle -con Antonio Blay- la siguiente prueba para su meditación y constatación práctica: si no fuéramos ya amor, felicidad, inteligencia, en alguna medida, ¿cómo podríamos llegar a sentir todo eso, a manifestar en ocasiones todas esas cualidades? ¿Cómo podríamos llegar a entender, si no tuviéramos la capacidad de entendimiento, si no fuéramos inteligencia por desarrollar? Un ejemplo muy sencillo: un ser humano es capaz de llegar a hablar una lengua determinada porque ya posee la capacidad de hablarla, porque está en él... Otro animal cualquiera nunca podría hablar castellano o mandarín. Sería, más que física, metafísicamente imposible.
16. Albert Camus tematizó como nadie el absurdo de la existencia humana, hasta convertirlo no en la conclusión, sino en el punto de partida de una existencia valiente. Sin embargo, esta sensación de “absurdo” va desapareciendo, como una gota de agua en el mar, con trabajo interior, espiritual. La incongruencia entre la razón y el mundo genera una nostalgia que, en realidad, es producto del miedo a esa separación. Y es comprensible, no puedo integrar tal incongruencia racionalmente, pero sí mediante otras capacidades que también están en nosotros y que pueden ayudarnos en esta tesitura vital: la observación atenta, instante a instante, el sentir, el ver, el intuir..., que desarrollan nuestras cualidades esenciales para el amor, la belleza, el juicio moral, la felicidad, la paz... Y este trabajo comienza, precisamente, aceptando la tristeza, el absurdo, el vacío, la angustia que sentimos, viviéndolos a fondo, sin huida, mirando atentamente todas sus evoluciones, entregándonos a esa angustia, sin resistencia, rindiéndose uno a ella. “Desaprendiendo a esperar”. Como suscribe Camus, si leemos con atención. ¡Pero esto ya es, plenamente, todo un trabajo espiritual! Lo dice el propio Camus en El mito de Sísifo: “El cuerpo, la ternura, la creación, la acción, la nobleza humana recuperarán su lugar en este mundo insensato. El hombre volverá a encontrar en él finalmente el vino de lo absurdo y el pan de la indiferencia con que se nutra su grandeza”. Así pues, de esta actitud interior de la aceptación sin juicio (que es, precisamente, uno de los componentes básicos de la “mente plena” o “mente consciente”, Mindfulness, un conjunto de herramientas contemplativas de raigambre budista), vendrá la creatividad, la acción noble, su grandeza... humana. Por consiguiente, ni suicidio ni “salto religioso”; esta actitud abierta a lo que hay en cada momento, tal como lo hay, agradable o desagradable, sin juzgarlo o querer cambiarlo, sin resistencia, sin lucha, esta entrega y apertura al absurdo -cuando así se percibe la vida- sería toda una actitud espiritual en Camus, tal como nos estamos refiriendo a ella, distinta de la actitud religiosa, y que podría hermanarse con la filosófica. “El absurdo hace la vida entusiasmante”. El silencio, el vacío creador. Del vacío y del silencio surge todo lo que es; de lo que no es. El sonido del silencio -no sonido-, lo determinado de lo no determinado (apeirón, Anaximandro), el mal es ausencia de bien (Sócrates-Platón)... Esta “ética de la rebeldía” de Albert Camus es espiritual en su entraña, pues parte de lo que es, de lo que sentimos aquí y ahora, asumiéndolo conscientemente; muestra, desde sus propios presupuestos, que el camino religioso o el camino “existencial” pueden ser un “suicidio filosófico”, pero no el sendero espiritual como profundización filosófica.
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