Experiencia de asesoramiento: El enfado como acto de amor

En las siguientes líneas quiero compartir una nueva comprensión acerca del enfado como acto de amor acaecida en una sesión de acompañamiento filosófico.

Una consultante me planteaba su tendencia a ser complaciente con los demás, cuando en muchas ocasiones realmente no quería serlo, pero que finalmente acababa sucumbiendo a los deseos ajenos por su temor a no ser amada.

En el fondo, la mujer se consideraba como alguien totalmente desprotegida y carente de valor, de ahí su inclinación a someterse en toda circunstancia a la voluntad de otras personas, pues solo así lograba conectar con una sensación de seguridad en sí misma.

El patrón de complacencia y sumisión al otro era tan poderoso que provocaba en ella una incapacidad de enfadarse y rebelarse ante todo tipo de peticiones ajenas. Encontramos una creencia que operaba en esta desconexión de la ira: “Si muestro enfado, me van a retirar el amor y me quedaré sin él”.

A fin de cuentas, la posibilidad de la ira ponía en juego su conexión con el amor. Es decir, consideraba el amor como algo ajeno a sí misma y, además, escaso y sujeto al buen comportamiento.

Además, enfadarse iba totalmente en contra de la imagen de “buena” que se había forjado de ella y con la que estaba muy identificada: “ser buena me impide enfadarme en cualquier circunstancia”.

Ahora bien, la imagen de persona buena sólo tenía razón de ser de puertas hacia fuera, en el mundo social, pero no de puertas hacia dentro, en su fuero interno. Efectivamente, dentro de sí misma abrigaba una ira constante ante el hecho de ser incapaz de mostrar su enfado. Así pues, la ira se reprimía hacia fuera pero se acumulaba adentro.

Así las cosas, le invité a evocar la primera vez que sufrió el bloqueo de esta energía combativa que está en todos nosotros. Ella evocó una experiencia dolorosa sufrida en la adolescencia: una agresión de la que no se supo defender y que le dejó secuelas hasta hoy. En esta ocasión, ya como adulta, sí pudo conectar con la ira, gracias a su comprensión de cuál es el verdadero propósito de la ira: protegernos de las injusticias. Hasta entonces, la ira la concebía como una emoción intrínsecamente mala, especialmente en el caso de las mujeres y, además, contraria a la definición más básica de su identidad: “Soy buena”. Una bondad que confundía con cierta complacencia y sumisión al otro.

Comprender la función básica de la ira como defensa legítima ante las injusticias le permitió reconciliarse con ella. El mismo Aristóteles afirma en su Ética que tiene su lugar “encolerizarse en la manera y por los motivos y por el tiempo que la razón ordene”. También tenemos el ejemplo de Jesús en el templo, con la expulsión de los mercaderes.

Dicho de otra manera: comprender el lugar saludable de la ira le permitió amar dicha emoción. Comprender lo que más rechazamos de nosotros mismos es uno de los actos más básicos para la conexión con el potencial amoroso que habita en todos nosotros. Cuando somos incapaces de amar, tenemos que investigar qué aspecto de nosotros mismos nos causa rechazo.

Esta nueva comprensión de la ira permitió a la consultante elaborar otras comprensiones más: “Igual que hay veces en que es necesaria la compasión, también las hay en que es necesario el enfado”; “El enfado sano también lo es para el otro”; “El enfado sano es la voz del amor en ese momento; me quedaría sin amor si lo reprimo”; “Si me retiran el amor por mostrar mi enfado sano, es que ese amor es falso”. En definitiva, comprendió que “el enfado es también un acto de amor, un amor que nace de la unidad, que sana a ambas partes”.

Muchas veces hacemos daño a los demás sin darnos cuenta y, hasta que no nos lo dicen, en ocasiones con un enfado, no tomamos conciencia de ello. Eso ayuda a poner más lucidez en una relación y a madurar la unión entre ambos.

Así que, a modo de conclusión, cabe decir que nuestra conexión con la bondad y nuestra pretensión de actuar correctamente no está reñida con la posibilidad de enfadarnos de forma puntual. A fin de cuentas, se trata de una emoción básica del ser humano y tiene una razón de ser. Por más paradójico que pueda parecer, estar abierto a la posibilidad del conflicto nos permite conectar con una serenidad más profunda que la falsa tranquilidad que queda cuando se evita el conflicto a cualquier precio.

Fue Heráclito el primer filósofo occidental que contempló la naturaleza del conflicto en el corazón mismo de la dinámica de la vida: cómo la tensión entre polos aparentemente opuestos, pero en el fondo complementarios, es fuente de movimiento, crecimiento y vida. En muchas ocasiones sólo podemos elevar nuestro nivel de conciencia cuando aparece un conflicto, y no en la calma aparente. El Logos o Razón universal reside por debajo de esta tensión entre opuestos: es la serenidad de quien comprende el sentido del conflicto, y no la calma aparente de quien lo evita a toda costa. De esta manera, nuestra consultante fue capaz de conectar por sí misma con ese Logos universal que le permitió abrirse al enfado, a la posibilidad del conflicto y, a su vez, a la serenidad profunda que está más allá del conflicto o la paz superificial.

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