Sobre el miedo
Todo lo que yo veo en el mundo exterior, todo el valor que yo descubro en lo exterior, sean personas, sea en la naturaleza, sea en situaciones, es un valor que yo le veo, que yo le reconozco, que yo le descubro. ¿Por qué le reconozco este valor, por qué lo vivo con esa fuerza? Porque esa fuerza y ese valor que yo vivo en el no-yo son una fuerza y un valor que, de algún modo, están en mí.
Antonio Blay, Personalidad y niveles superiores de conciencia
Por ejemplo, uno tiene miedo de la soledad, miedo del dolor y de la angustia. Ese miedo seguramente existe porque uno nunca ha considerado realmente la soledad, nunca ha estado en completa comunión con ella. En cuanto uno se abre completamente a la realidad de la soledad puede comprender lo que es; pero uno tiene una idea, una opinión acerca de ella, basada en un conocimiento previo; y es esa idea, esa opinión, ese conocimiento previo acerca del hecho, lo que crea el miedo.
Jiddu Krishnamurti, La libertad primera y última
¿Cuál es la naturaleza del miedo?
Cuatro años después de aquellos meses de confinamiento forzado, que acabó en el mes de junio de 2020, estamos aquí (aunque no se sabe bien dónde es aquí) reunidos, de nuevo, a través de una plataforma virtual. Esto hace posible que personas diversas, de lugares distantes, puedan verse las caras al menos y dialogar (aunque, nunca sea lo mismo que presencialmente). Las compañeras y los compañeros del portal de Internet Filósofos Asesores habían organizado este encuentro a distancia, dentro de un ciclo llamado “Confluencias filosóficas”. Y habíamos coincidido una veintena de personas interesadas en la práctica de la filosofía: una parte, miembros formados en la Escuela de Filosofía Sapiencial (EFS) y otra parte, público en general. Dado este contexto, el animador del encuentro piensa en una sesión mixta, en donde el diálogo filosófico tenga lugar y desarrollo, aderezada con rápidas indicaciones metodológicas. Diálogo y meta-diálogo. A ver lo que podía dar de sí. Pero, sobre todo, para echar un buen rato juntos. Agradable, natural, dinámico. Por ello, se decide no grabar la sesión, preservando su carácter precioso y único, su realidad. La idea era ofrecer una muestra de lo que puede ser un encuentro de este tipo, por su propia naturaleza siempre vivo, y diferente, en cada ocasión.
¿Y para qué estábamos allí? Para dialogar filosóficamente. Un diálogo no se confunde con un debate (no se viene a ganar nada), una tertulia (superponer opiniones) o una conversación (intercambiar anécdotas o experiencias). Por supuesto, tampoco se confunde con la asimetría propia de una charla o una conferencia. Dialogar es colaborar, investigar juntos en una misma dirección, la pregunta que nos hagamos ese día. Algo raro en estos tiempos. Y si dialogamos, además, filosóficamente, entonces tratamos de ahondar en las cuestiones y de conocernos mejor a nosotros mismos. En nuestro caso, el diálogo completo se construye in situ entre los participantes, desde el planteamiento del tema y la pregunta sobre el tema (de este modo, nadie trae una respuesta fabricada de antemano, ni tiene que defender nada) hasta el desarrollo mismo del diálogo. La función del filósofo práctico que dirige la sesión es precisamente la de ser un animador, facilitador o moderador del encuentro, con diferente intensidad según lo requiera cada momento. Por supuesto, la figura de Sócrates es el modelo a seguir, lo que puede intuirse de su trabajo a través de los textos que nos ha legado la tradición. Y cuando el diálogo cubre una mínima satisfacción de la pregunta (o preguntas) que se han planteado al comienzo del mismo, cuando los participantes acceden a alguna playa tranquila o a un claro del bosque (María Zambrano), se da por finalizada la reunión. Esta modalidad grupal de la llamada Práctica filosófica (o Filosofía practicada, para nosotros), que son los diálogos filosóficos o cafés filosóficos, según el contexto, tiene además un origen más cercano en los encuentros que empezó a organizar el filósofo francés Marc Sautet en el Café des Phares de la Plaza de la Bastilla de París en 1992, y que continúa funcionando en la actualidad, que sepamos.
Las reglas del encuentro son muy sencillas: escuchar al otro y esperar mi turno de palabra. Lo primero implica ponerme yo a un lado y abrirme a la persona que está hablando, a la situación y a su desarrollo; y lo segundo, pensar antes de hablar, qué quiero decir y de qué modo puede contribuir a la indagación que se está llevando a cabo entre todos. En el caso de una reunión on line, como aquella tarde, por supuesto, cerrar los micrófonos y realizar intervenciones especialmente breves. Pero, sobre todo, dejarse llevar, sumergirse en el diálogo, conectar con uno mismo y desde ese fondo conectar con los demás y con la situación. Un auténtico diálogo te transforma en alguna parte de ti, o te pone en la vía de la transformación personal, como cuentan que sucedía con aquellos que entraban en contacto con Sócrates y sus preguntas (un verdadero basános o “piedra de toque”). En esta modalidad de la filosofía practicada, la transformación de los participantes comienza por el ambiente que se genera en seno el grupo; algo que ha de cuidar con esmero el moderador del encuentro.
Para contribuir a la generación de este contexto agradable, participativo, espontáneo, creativo, el moderador del encuentro suele plantear una pregunta inicial de auto-reflexión o auto-conocimiento. Esto permite que los asistentes se presenten por su nombre (no interesa la profesión o los intereses de cada uno, pues se viene a filosofar como personas), se sientan más cómodos y se rompa el hielo de la resistencia a la participación. Aquella tarde la pregunta fue la siguiente: ¿qué cualidad admiras en otros? Nos referíamos a cualidades internas, no ser más altos o más guapos o más fuertes físicamente. Por ejemplo, puedo admirar la seguridad de una persona en una situación dada, su inteligencia, o puedo admirar la fidelidad de mi perro o la fuerza y la belleza de una cascada de agua. Este fenómeno de la admiración (ahí nace también la inquietud filosófica, de la admiración entendida como asombro) merece un capítulo aparte, y por ello ha sido objeto algunos talleres de filosofía impartidos en otras ocasiones por el animador del encuentro. La conciencia de su importancia, para poder re-integrar el no-yo en el yo, lo que hemos puesto fuera de nosotros, le viene de las enseñanzas de Antonio Blay. De manera que así lo propuso a los presentes. Y cuidado, que no nos referimos al objeto de la admiración (en el sentido, que hablamos, de lo digno de estima), sino a la cualidad interna que uno percibe en el objeto. Pues bien, estas cualidades fueron las que salieron a la luz: la honestidad, la bondad consciente, la valentía, el coraje juntos, la seguridad en las decisiones, la alegría de vivir, la mansedumbre, el buen humor, la capacidad de no juzgar, la sencillez, la escucha, la humildad, la calidad humana, la gratuidad de los actos que se hacen, la serenidad, la libertad para expresar lo que uno es o siente, la autenticidad, la confianza en la vida, la capacidad de acompañamiento, la presencia. De este ejercicio filosófico, se desprenden dos consecuencias básicas: a) las cualidades que yo admiro fuera de mí, están en mí, de algún modo, en algún grado, de lo contrario no podría llegar a admirarlas, o incluso apreciarlas; no están en mí, por eso las admiro, pero no podría admirarlas si no estuviera en mí su germen; b) la reintegración de la cualidad admirada en mí puede ejercitarse, y con ello, el desarrollo de dicha cualidad; Antonio Blay ofrece prácticas concretas para este fin: básicamente, cuando yo esté en presencia de la cualidad, he de abrirme completamente a ella, muy conscientemente, pero sin dejar de sentirme a mí mismo, muy conscientemente; en un momento dado, notaré quizá una especie de escalofrío... cuando la cualidad, que ya estaba en mí potencialmente, se actualiza.
A continuación, nos adentramos en lo que era propiamente el diálogo filosófico; salieron algunos temas de interés (o inquietud o preocupación, o simplemente curiosidad): la hipocresía, el amor incondicional, nuestras cualidades esenciales, el miedo, el individualismo, las apariencias. Como ya sabes, querido lector o lectora, fue la temática del miedo la que estaba allí, aquella tarde flotando en el ambiente. Pero el miedo, como cualquier otra cuestión o temática, es demasiado amplia y nos perderíamos. Por eso, la práctica socrática nos orienta de nuevo: necesitamos una pregunta relevante, prometedora, fructífera, que organice el diálogo, lo mismo que el dardo lanzado sobre una barrica abre una brecha, y hace posible que una parte de su jugo interior pueda destilarse. Nuestro plan de trabajo conjunto, aquella tarde, quedaba trazado a partir de las siguientes preguntas (veríamos hasta dónde nos llevaban), por este orden: ¿Qué es el miedo? ¿Por qué tenemos miedo? ¿Se utiliza el miedo para dominar a otros? Esta última cuestión no dio tiempo a tratarla. Sí, las anteriores, hasta donde pudimos, dado el tiempo del que disponíamos.
¿Qué es el miedo? ¿Cuál es su esencia o naturaleza? Y comenzaron a desgranarse algunos rasgos, que se consideraron esenciales, del miedo, con un resultado curioso que veremos a continuación: el miedo es una emoción que te incapacita, te paraliza ante una situación de peligro, pero también te moviliza, te estimula; el miedo te produce sufrimiento, temes perder lo que tienes, temes a lo desconocido, incluso llegas a tener miedo a tener miedo, pero a la vez, se trata de una emoción natural que te salva en algunas ocasiones y te ayuda a sobrevivir. Esta ambivalencia del miedo iba produciendo una perplejidad creciente en los asistentes, de manera que el moderador tuvo que preguntar: ¿cuándo, en qué momento, de qué manera, el miedo se convierte en sufrimiento, siendo como es una emoción natural? Y dijeron ellas y ellos que el sufrimiento va de la mano de nuestra mente: no es la cosa o situación lo que nos da miedo, muchas veces, sino nuestra idea de la cosa o situación (esto ya lo apuntaba el viejo Epicteto, referido a cualquier tipo de sufrimiento). Un añadido mental que interpreta la realidad de acuerdo a nuestras experiencias pasadas, nuestras respuestas habituales o reacciones aprendidas en relación a lo que nos va pasando en la vida. Así, estuvieron de acuerdo en que el sufrimiento provocado por el miedo es cosa del sujeto más que del objeto.
Entonces, ¿cómo hacer para que el miedo sea nuestro amigo o aliado, más que nuestro enemigo o una fuente de sufrimiento? De esto trató el grupo en los minutos finales del encuentro, que el moderador no quiso alargar en exceso. Y así, te ofrecen algunas pautas a seguir con nuestros miedos, que puede que sean de utilidad: a tu miedo, de origen exterior o interior, obsérvalo, acompáñalo, abrázalo, conscientemente, en plena comunión con él, como aconseja el sabio Krishnamurti; déjale que se exprese, porque seguramente está poniendo delante de ti una limitación o carencia de alguna cualidad que necesitas desarrollar, es decir, que puede enseñarte mucho sobre ti; acepta la realidad que hay detrás del miedo, que te da tanto miedo, mira su realidad como realidad, sin más añadidos, quizás no sea tan pavorosa como te figurabas; sustituye el miedo por el conocimiento de lo que te da miedo, quizás sea algo más familiar y cercano a ti, más humano de lo que pensabas; visualiza lo peor que puede pasarte en relación con ese miedo... ¿y qué pasaría si lo que temes se materializara?, ¿dejarías por eso de ser tú?, ¿el mundo se desmoronaría?, ¿podría la vida abrirte otros caminos?, ¿no podría ser para bien, a la larga?, piensa las veces en que te ha ocurrido algo así... ¡y aquí estás! Lo cierto es que son dos los motores que mueven nuestra existencia cotidiana: el deseo y el temor. Uno nos arrastra hacia adelante; el otro tira de nosotros hacia atrás. Los sabios de todos los tiempos nos piden que aprendamos a manejarlos, y que, ya que son nuestros y forman parte de nuestra humana condición, trabajemos con ellos, a partir de ellos, sin huidas ni recelos, sin dejarnos atrapar tampoco, con conciencia de ellos, de manera que nos permitan vivir en profundidad, más vivos y conectados con la vida. Vale.